Ámbito poético:Estética de la coloquialidad en poesía


 

 

Autor

Óscar Alberdi Sainz
 

 

 

El asesino se contempla

 
 

Me examino en mi reflejo azul
retratado en las ventanas de los trenes que pasan
como un rostro que arrastra como equipaje un cuerpo
y ojos tan duros que hieren
como los de un sicario adolescente.
Tan absurdo como un solitario asesino novato
sentado en el banco de una estación
dudando de que dirección tomar.
Buscando en el semblante de la multitud,
que viene y va
sin quedarse,
reconocer una cara
que no he visto más que en confusos sueños.
Cierro los puños en el fondo de los bolsillos
impaciente por amartillar el arma en que me he convertido.
Indeciso acaricio con la yema del dedo
el filo de la hoja en que tome mis últimas notas.
Mis labios apretados hacen de verdugo
a imposibles palabras.
Asomo con vértigo la punta de los zapatos
detenido al borde del andén
para contemplar a mi alma suicida saltar al otro lado,
confiando en que al fin alguien por mí la encuentre
tendida con los ojos cerrados
para despertar a media noche,
después de escuchar su voz en mi cabeza,
y ver como se aleja agitando la misma mano
con la que robo las líneas del futuro
dejando solo las del vertedero de mi pasado
en mí reprendida palma.
Solo cuando muera puede que os perdone.

 

 

 

 

Hey, txo!!

 
 

Hey txo!
¿dónde te metes?.
Desde que supimos lo tuyo
con la muerte
estuvimos esperando
que te pasaras a contárnoslo.

Hey txo!
no sé quien salio en tu busca
pero no regreso.
Poco a poco me fui
quedando solo en el bar
Todos se fueron yendo
Incluso aquel tipo del fondo
que bebía huraño sentado en una banqueta
sin ver que en el espejo, tras la barra,
su reflejo también le había abandonado

Hey txo!
te estuve aguardando
para hablar como de costumbre
y que me repitieras otra vez aquella anécdota
una vez más con un nuevo final
del milagro de la lluvia
cayendo del techo de tu habitación

Hey txo!
significa esto que como planeamos
nunca viajaremos hasta la frontera
en esa moto prestada?
Que el negocio de llevar gente al desierto
a contemplar auroras boreales ha quebrado?

Hey txo!
todos cuantos salieron a tu encuentro
jamás regresaron
para contarme que era aquello
que nadie se explicaba
de tu enrollado con la muerte.
Presiento tus pasos a mi espalda,
me giro y me encuentro frente a ella

Hey txo!
que es eso de que la maltrataste?
Que te abandono porque no fuiste
nunca cariñoso con ella?
Que bebías en exceso
y pasabas las noches
corriendo tras la ambulancias
o arrojándote al paso de las sirenas,
desnudo, contra los coches de policía?

Hey txo!
he decidido ir también en tu busca
cuando mi sombra salga de los lavabos
con los ojos como centellas
y una agradable sensación en la nariz.
Puede que solo encontremos la calle desierta,
pero las farolas harán de estrellas,
indicándome el camino que nunca he seguido recto
Y si te descubro, a lo lejos en la calle,
gritare ¡Hey txo!

 

 

 

 

Peregrino de la incertidumbre

 
 

Peregrino de la incerteza
francotirador amparado en la muchedumbre
mi nombre es un alias
no poseo una dirección definitiva
sobrevivo intercambiando espacio por dedicación
paseo mi anonimato como tarjeta de visita
las pequeñas cosas han dejado de ser un obstáculo.
Ignorados casi todos los principios no seré ni el primero ni el último
en no ser aceptado en un lado u otro.
Si Dios insiste descenderé del mono
transformado en incansable defraudador de la muerte desde hace tiempo
mirándome desde los cuadros colgados en cualquier museo
con cara de catador de vinagre.
Pero es a Él solo al que reconozco la capacidad de alienarme.

 

 

 

 

No quiero adelantar acontecimientos

 
 

No quiero adelantar acontecimientos.
Me cuesta discernir en si es la oportunidad
antes que la excusa o fue esta
la que habilita y alimenta a la primera.
El caso es que a la primera oportunidad
y con la excusa de estar ya más cercano a tu lado,
apretados juntos contra la barra, empujados por la marea
de cuerpos de la multitud que llena el bar
en el que nuestras miradas
ya se han descubierto, se han cruzado en la distancia
y se han clavado agonizantes de expectación
separadas por las cabezas de la gente,
impedidas porque no fuera muy evidente quien daba el primer paso;
al fin, en el elaborado casual encuentro,
salvadas la presentaciones, te puedo hablar
y tú aceptas convirtiendo en conversación
mi banal comentario; no nos vamos a llevar a engaño,
desde antes yo ya sabía quien eras y tú, como estoy,
así que nos saltamos el prologo.
Tras tu exceso de maquillaje descubro un rostro casi hermoso,
unos ojos de enfermiza belleza
y bajo tus provocadora ropa
existe un cuerpo frágil, de pequeños pechos, casi ligero,
de los que es fácil levantar con un solo brazo del suelo.
Con la charla y entre bromas, poco a poco,
me ha ido entrando el morbo
de saber como serás estando excitada
y voy sacando lo mejor de mi repertorio
con tal de no dejar pasar la oportunidad
que al parecer esta amparada en el éxito
por como suena tu risa hueca al oír mis estupideces,
excusa perfecta para continuar este abordaje consentido
-¿O será efecto de haberte invitado a tomar un trago tras otro?-
Cuando al fin decidimos estar a solas,
mientras caminamos cogidos por nuestras cinturas,
deteniéndonos de vez en cuando
a besarnos apoyados en alguna pared
o sobre algún coche aparcado, te lo tengo que preguntar
para ver la expresión de tu rostro bajo la luz de una farola
al responder a una duda que ahora me inquieta
tanto, como en una ocasión que no supe
si se podría o habría riesgos al usar un condón caducado
¿No me cobraras, verdad?

 

 

 

 

 

Autor

Jerónimo Muñoz
 

 

 

Salma

 
 

Salma me amó, pero no fue culpa suya.
Salma era como esas olas muy pequeñas que nacen en la misma orilla
/del mar encalmado.
Como un soplo de viento cálido en invierno, que pronto se esfuma.
Era de altura escasa, enjuta, exigua, de ojos abundantes pero fáciles,
/ algo tristes, decaídos.
Sus labios eran delgados como llamas moribundas. Su voz era frágil; era
/un suspiro húmedo.
Su aspecto era plácido y su gesto vacío. Sus rasgos eran dignos aunque
/insignificantes.
Su sonrisa melancólica era su máscara más frecuente.
La encontré en un suburbio de Las Palmas, un atardecer de junio, cuando,
/acompañada de amigas imprecisas, paseaba sin urgencias.
No sé por qué le hablé. Creo que le hablé.
Le llevaba veinte años, pero, pese a ser joven, era culta y parecía
/imperturbable y muy vivida.
No sé por qué la amé. Creo que la amé.
Ella me amó con entrega absoluta, perfecta; desde lo más profundo del
/río de su corazón, me amó.
No fue culpa suya.
En un piso del siglo diecinueve, cercano a Recoletos, yo leía sin
/descanso la sangre de Neruda mientras ella enceraba las gastadas maderas
/del suelo.
Era feliz cocinando, fregando, mirándome. Parecía respirar el aire que
/exhalaba yo. Mis escasas sonrisas la alimentaban.
Cuando me daba unos pantalones recién planchados, me besaba con fuerza.
/Después de besarme, quedaba quieta y desmayada: sublimada.
Yo me iba.
Yo me iba y ella se quedaba allí, transparente, cristalina, rosácea.
Yo me iba a respirar, a mentirme vidas diferentes, a proyectar futuros
/de hojalata.
Ella se quedaba allí, me esperaba y, a mi vuelta, me abrazaba sin oler mis
/perfumes extraños; me amaba sin piedad.
Aquello no podía durar y ella lo sabía. “Vuela más alto. Ve”, me dijo. Y
/reprimía las lágrimas con entereza.
Le pagué seis meses de alquiler y le dejé seis mil euros sobre la mesa. En
/mi vida he tenido más conciencia de canalla.
Después de muchas lluvias, en una noche clara de luces de neón, yo elegía
/entre “Relax total” y “El Desenfreno”. Me aburría.
Su voz mojada, gemido derramado, pronunciaba mi nombre desde más
/ allá de la penumbra.
Surgió de un rincón maloliente de la calle, de un rincón podrido de mi
/ recuerdo.
Ya no llevaba su inexcusable hiyab envolviendo sus cabellos. Su tez,
/ demasiado morena, se escondía detrás de cosméticos europeos.
Casi desnuda su piel de cartulina rozada.
Casi angustiosas su mirada y su sonrisa de maquillajes descomedidos.
Casi explícita la infinita desdicha de su procacidad. Yo miraba su carne descubierta, desprovista del chador de coloración viva que
/siempre había vestido.
Había dejado de sentirse magrebí, pero ahora se mostraba como algo con
/ demasiados nombres.
Me miró con sus ojos mortecinos, vaga sombra de su extinta ingenuidad.
/ Se acercó,
me tocó. Sólo me rozó un poco.
“Te amaré hasta morir”, me dijo con voz ácida. Y mis lágrimas brotaban,
/ sucias de culpa.
Eché a correr, huyendo de ella y de mí. Sé que tomé muchas pastillas. Viví,
/ al fin.
Ahora lo cuento.

 

 

 

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